Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), un estudio sobre los servicios de internet usados por motivos particulares en los últimos 3 meses de 2021 a nivel nacional, sitúa en un 69,4 % el porcentaje de internautas de 16 a 74 años que buscan información sobre salud.
A la tendencia a navegar por la red en busca de –casi siempre- pistas diagnósticas, sólo la superan los correos electrónicos, las videollamadas, las redes sociales y la mensajería instantánea. Por debajo, estarían nada menos que la búsqueda de empleo, los cursos en línea y actividades de aprendizaje, la venta de bienes o servicios y las operaciones de banca electrónica.
El aumento de pacientes que llegan a la consulta habiéndose autodiagnosticado previamente, preocupa mucho en el campo médico. Al fin y al cabo, hablamos de profesionales acreditados que, de pronto, se ven cuestionados con total naturalidad por los mismos pacientes que nunca se atreverían a contradecir a un informático, un abogado, un fontanero o un tertuliano radiofónico. Así, emergen nuevas figuras como el ciber-hipocondriaco, que ve tumores cerebrales en un dolor de cabeza e infartos en unas agujetas, o la del experto en farmacología, que se automedica a espaldas de su médico de cabecera.
Es innegable que el acceso digital a la información y la llamada Medicina 2.0 (telemática médica), ha cambiado para bien la figura del paciente pasivo e indefenso por ignorancia, implicándolo y concienciándolo más en lo que concierne a su salud. En la mayoría de los casos el paciente empoderado aspira a tener más información no tanto por intrusismo profesional sino por tener mayor control sobre sus posibilidades de cura y sus derechos a la hora de tomar ciertas decisiones clínicas.
Sin embargo, esa misma democratización de la información también acarrea el riesgo de romper la relación institucional asimétrica entre el lego (=falto de instrucción) que es el paciente, frente al experto que, obviamente, es el médico. La necesaria jerarquía entre ambos interlocutores se acaba diluyendo hasta dar paso a una interacción más simétrica o erróneamente “igualitaria”, en la que el médico como interlocutor pierde poder.
Esa pérdida de poder comunicativo del profesional se intensifica en las conversaciones que no son presenciales, algo que el COVID-19 multiplicó, aumentando las consultas en línea, los foros de salud y las llamadas de socorro al doctor Google para verificar sintomatologías y protocolos.
En internet, y no hace falta atenerse a la medicina, resulta complejo qué creer y qué no creer cuando se trata de campos que no dominamos. Sobre todo porque hoy en día cualquier internauta puede opinar, recomendar e “informar” de prácticamente todo libremente.
Sin embargo, cuando se trata de una interacción virtual, ante la ausencia de una entrevista clínica y examen físico real, el especialista no es tan libre como el paciente, y a menudo se ve obligado a atenuar sus conclusiones (podría ser, quizás, existe la posibilidad de que, creo …) por razones de responsabilidad profesional y… penal. Y eso, al menos desde el punto de vista psicológico de la comunicación, desdibuja su autoridad.
La solución por parte del profesional pasa por tomar iniciativas de dominancia estratégica para reforzar la importancia del conocimiento especializado en la interacción médico-paciente. O dicho de otra forma, al doctor no le queda otra que encontrar la manera de transmitir al paciente lo que coloquialmente, expresaríamos con el sabio refrán: “Zapatero, a tus zapatos”.
La píldora de hoy:
“Zapatero, a tus zapatos” (the cobbler should stick to his last, en inglés): Proverbio que recomienda no inmiscuirse áreas que uno no domina, creyéndose que sabe del asunto. Hay otras variantes como “La misa, dígala el cura” o “Cada uno en su oficio es un rey”.
El origen nos lleva a la antigua Grecia y surge, según el relato de Plinio el Viejo, de las continuas objeciones de cierto zapatero a un pintor por la forma en la que había retratado la confección de una sandalia en el lienzo.
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