Si hoy me hicieran un examen de gramática en inglés nivel C1, probablemente lo aprobaría con nota. Pero si participara en un debate sobre, pongamos, inmigración, llegados a cierto punto es muy probable que la calidad de mis argumentos desde el punto de vista comunicativo no superase la de un niño con un tosco B1… Y estoy siendo optimista.
Esto ocurre por una sencilla razón de la que casi nadie habla: entre un nivel intermedio y un nivel avanzado en cualquier idioma hay un multiverso. Y, sin embargo, son los niveles de competencia los que miden la habilidad comunicativa del hablante, en el “todo” absoluto que se considera aprender un idioma.
¿Pero qué es aprender un idioma? El pasado fin de semana leí un artículo interesante firmado por Juan Manuel de Prada en el que ofrecía su particular perspectiva sobre este tema.
Según el escritor y columnista, si antes se estudiaba partiendo del estudio en profundidad de la gramática y la sintaxis (lo que a largo plazo garantizaba una comprensión más o menos digna de las lecturas en dicha lengua, pero no la fluidez comunicacional), actualmente y desde edades muy tempranas se prioriza la interacción oral por encima de cuestiones gramaticales, lo que conduce a una mayor y más rápida desenvoltura al hablar en ese idioma, aunque de forma muy limitada y muy superficial.
Prada tiene y no tiene razón: La evolución en la enseñanza de las lenguas, desde métodos naturales, tradicionales y estructuralistas, hasta los actuales enfoques comunicativo y humanístico, ha permitido que la adquisición de una segunda lengua se aproxime más a la forma natural, intuitiva y cultural en que aprendemos la materna. Sin embargo, la forma de incluir las lenguas extranjeras en el actual sistema educativo llamado “bilingüe”, ha llevado, y ahí estoy de acuerdo con él, a vender la idea de un bilingüismo inexistente: Fragmentar las materias por idiomas no significa necesariamente hablar dos idiomas.
Que una lengua se integre en los contenidos como herramienta para adquirirlos y no como objetivo de aprendizaje per se, parece razonable en la teoría y refuerza el concepto de inmersión. Pero esto suele ser desastroso en la práctica, ya que lo que se hace es meter a capón el idioma extranjero en contenidos académicos específicos donde el grado de complejidad del léxico no es coherente con el nivel de competencia gramatical y comunicativa del alumno para integrarlo en su discurso (por no hablar de la escasa rentabilidad del aprendizaje de esas palabras fuera de esa asignatura).
Algo así solo puede funcionar parcialmente en edades muy tempranas, donde la pretensión lingüística se limita a listas de vocabulario temático como colores, números, animales… etc. que el niño puede chapurrear de forma aislada, simplemente para familiarizarse con el sonido de un idioma. Pero en edades más avanzadas, el equilibrio entre competencias comunicativas es necesario. Que tus hijos sepan nombrar las constelaciones en inglés, pero no sepan pedir correctamente un refresco en un bar, o tengan serias lagunas a la hora de mantener una conversación trivial básica, es lamentable y desde luego, poco útil, si quieren viajar. Salvo que vayan directamente desde el aeropuerto a un planetario y allí se dediquen a impresionar a la encargada de sala con sus conocimientos – por cierto, puramente léxicos- espaciales.
Tampoco conocer las palabras estambre y pistilo en una segunda lengua tiene sentido salvo que estudies Botánica o Biología, o que trabajes en un vivero en ese país o vayas a hacer un viaje de estudios o investigación para estudiar, yo qué sé, la flora australiana. Pero honestamente, a un niño español de ocho años al que todavía le cuesta construir una frase correcta sobre qué hizo ayer o que tiene que hacer mañana, esas dos palabras no le sirven absolutamente para nada, si acaso para vomitarlas en el examen, salir del paso y luego olvidarlas, como se hace con casi todo lo que no se usa después de memorizado.
Por eso, estudiar un idioma más allá de un A1/A2 puede ser una las cosas más frustrantes que existe, aunque nadie hable de eso. Y no olvidemos que el aprendizaje en general, y el de las lenguas en particular, está fuertemente condicionado por las creencias del estudiante a la hora de abordarlo. No nos engañemos: salir del eterno B1 o incluso desenvolverse airosamente en él, es un proceso largo que supone una inversión de tiempo, esfuerzo, disciplina y voluntad (también dinero), que no siempre garantiza el éxito esperado.
No se aborda un idioma en cinco mil palabras ni en doscientas frases útiles ni en tres meses intensivos ni en un colegio con la etiqueta bilingüe ni con métodos de hipnosis ni con sofisticadas aplicaciones tecnológicas que gamifican hasta lo ingamificable. El verdadero aprendizaje bilingüe o cercano al bilingüismo, solo sucede cuando se dan una o varias de estas variables: la herencia familiar; la convivencia íntima y continuada con un hablante de esa segunda lengua; la propia lengua extranjera como objeto académico profesional del aprendiente (filólogos, traductores, intérpretes… etc.); la inmersión (no solo en el país donde se habla esa lengua sino en un contexto académico, laboral y/o social que obligue a usarla); y en última instancia, y clave para mí: la necesidad real de comunicarse como motivación, más allá de las exigencias del curriculum académico o laboral.
Y aquí transcribo de Prada: “El aprendizaje de lenguas extranjeras debería combinar la conversación, la lectura de obras literarias y el conocimiento profundo de los entresijos gramaticales y sintácticos de la lengua.”
Claro. Es Lo deseable. Como lo sería el conocimiento de los entresijos lingüísticos y la literatura de la lengua propia, por parte de cualquier estudiante, algo que desgraciadamente tampoco ocurre de manera generalizada, ¿verdad? (una se encuentra con situaciones en las que tiene que explicar el complemento directo a alumnos extranjeros que ni siquiera saben reconocerlo en su propio idioma).
En cualquier caso, ¿Hablamos de aprendizaje o de dominio? ¿Hablamos de futuros filólogos o de gente capaz de interactuar en contextos específicos? ¿Hablamos de entender al interlocutor o de conocer la diferencia entre un grupo preposicional y un complemento circunstancial?
Voy a poner un ejemplo:
Conocí a un candidato DELE en África, cuya soltura oral en español era incuestionable. Sin embargo, en la parte oral del examen, le tocó debatir sobre energías renovables. Su intervención fue bastante pobre, no solo porque no dispusiese del vocabulario y argumentos para darle fluidez a su discurso, sino porque simplemente no tenía nada que decir.
¿Tenía sentido calificar a este hombre en términos de conocimiento global de la lengua en base a su nivel cultural o habilidades argumentativas respecto a un tema que ni le iba ni le venía? ¿Tenía este hombre la solvencia suficiente como para manejarse en el área de la misión humanitaria con hispanos en la que diariamente trabajaba? Rotundamente sí.
Añade Prada: “Todo lo demás es un aprendizaje utilitario que sólo facilita la conversión de los jóvenes en parias al servicio de las multinacionales”.
Y ahí es donde más difiero. En el mundo en el que nos movemos, que da por hecho una segunda lengua y presupone el conocimiento al menos elemental de una tercera, la diferencia entre una “paria” al servicio de una multinacional y un joven que no acredite al menos una lengua extranjera, radica en que éste no consigue el trabajo y el primero sí. Se puede ser un paria al servicio de una multinacional o un paria al servicio del desempleo.
¿Por qué considerar peyorativo el aprendizaje utilitario cuando lo que hace es aterrizar la “ilusión” de dominar una lengua extranjera? ¿Acaso no conducimos un vehículo sin saber los entresijos de la mecánica? ¿No cocinamos sin haber hecho un curso de cocina? ¿No calculamos el presupuesto familiar sin por ello tener que recordar como se hacía una raíz cuadrada? ¿No cosemos botones sin ser modistas?
Por supuesto que aprender un idioma no es lo mismo que usar un idioma. Pero es justo esto lo que más demandan los estudiantes y lo que seguirán demandando cuando la tecnología, más pronto que tarde, aprenda la segunda lengua por nosotros.
Dentro de algunos años el traductor de google será algo prehistórico porque existirá un cómodo y minúsculo dispositivo que traducirá simultáneamente aquello que nos dicen y lo que decimos, basado, seguramente en la inteligencia artificial. ¿Y entonces? ¿Para qué servirá aprender un idioma? Yo lo tengo muy claro: para las relaciones humanas, insustituibles por las máquinas. Porque los lazos interculturales, afectivos, psicológicos y emocionales que genera el compartir una lengua vehicular son muy poderosos en un intercambio comunicativo. Otra razón es poder acceder a la literatura en ese idioma, como afirma Prada, lo cual está vinculado a algo muy importante que tampoco está al alcance de la tecnología y que va mucho más allá de los entresijos gramaticales y sintácticos: la cultura. Porque una lengua es un reflejo de ella y manejar la lengua del otro es también, de alguna forma, intervenir en ella.
Es por todo esto que podría haber llamado a Efectivamente Spanish, Usa tu español o Español Utilitario. Se trata, simplemente, de una respuesta honesta y pragmática a tus objetivos de aprendizaje: abordar el aquí y el ahora. Transitar mi idioma nunca será como “la insustituible música de tu alma”, o sea, tu lengua, pero aprenderás a bailar dignamente con la que te exige tu contexto específico.
Porque lo demás… es literatura.
Artículo de Prada completo: Lenguas Extranjeras